domingo, 9 de mayo de 2010

EL PÓZO

Posted on 9:18 by Avenida Ciudad


Creía estar en un pozo hondo con la oscuridad y la desolación que ello implica. Hasta pensaba que su nombre podía aparecer en los diarios del día siguiente o en las crónicas policiales de la televisión. Sin embargo, nada sabía de todo eso. Creerse un rehén no le provocaba ninguna gracia: el lugar donde estaba ofrecía la hospitalidad de un baño químico, como el que había visto en las ruinas de Quilmes cuando viajó con sus tías. Empezaba a tener miedo porque a nadie oía cerca, creía que el asunto era sólo con él. Esto lo hacía repensar la idea de que fuese un rehén porque jamás había visto en las películas a tan pocas víctimas de un acto delictivo semejante: siempre eran más de cinco por lo menos. El pozo, como había bautizado al claustro donde se hallaba, lo oprimía y lo asfixiaba, aumentando su angustia por no saber dónde estaba ni cómo había terminado en ese sitio. Trataba de recordar pero la oscuridad y la opresión que ejercía el pozo turbaban su memoria. El hartazgo de permanecer echado en el suelo lo llevaba a ensayar leves intentos por ponerse de pie; mas cuando quería moverse, algo dentro de sí lo obligaba a mantenerse estático, algo le indicaba que lo mejor era estarse quieto. Sabía, por un instinto animal que lo guiaba siempre, que era de día afuera y que en ese afuera alguien o algo rondaba como un guardia de prisión, alejando de su ser las ansias de libertad. Temía enormemente lo que podía encontrar si lograba salir: podía hallar un tigre enfurecido y hambriento por estar privado de alimento una semana entera, o podía ver el rostro de sus secuestradores y eso los haría irritarse y castigarlo sin piedad, o quizás sí había allí un guardiacárcel y su celda era la de castigo, y nunca descifraría la forma de escapar a esa lúgubre tribulación penitenciaria. Respiraba lo más hondo que podía y procuraba quitarse de encima esos pensamientos que sólo le aportaban más desesperación. Siguiendo después los procedimientos para concentrarse de un mentalista que había visto en la tele, cerraba los ojos, relajaba los músculos del cuerpo y pensaba con todas sus fuerzas cómo había llegado a la situación en que estaba: su mente, mimetizada con el pozo, sólo señalaba un enorme hoyo negro, como el monte de noche. Entonces empezaba a sentir de forma palpitante la fragilidad de sus huesos y su ánimo. Quería llorar y gritar buscando auxilio, pero no podía, sabía muy bien que no debía hacerlo. Maldecía su intuición perruna sin desobedecerla un instante. El suelo del pozo era como una gran roca plana, dura y fría. A las paredes que lo rodeaban, en cambio, no las creía tan sólidas y hasta las suponía de madera. Como no lograba ver en aquella profunda oscuridad y no se animaba a explorarla por temor a los ruidos que podía llegar a hacer y a traicionar sus fieles instintos, mantenía con firmeza de soldado la inmovilidad del cuerpo. Súbitamente, volvía a sentir pasos cerca suyo y se contraía como la antena de una babosa de caracol al más ínfimo contacto con un dedo humano. Se impartía el más solemne de los silencios y paralizando sus miembros con un poder mental riguroso, se convertía en una ameba, en un ente filosófico apto solamente para pensar. Los sonidos que escuchaba se alejaban y se acercaban abruptamente; lo que fuese que allí andaba parecía estar buscándolo con suma decisión. Entonces comprendía que no estaba preso ni cautivo, que era una especie de fugitivo por cuya cabeza ofrecían una importante recompensa, porque quien indagaba para descubrir su rastro lo hacía con una determinación obstinada, propia del que ha encontrado la isla donde se oculta un tesoro. Lentamente lo sentía arrimarse a los lindes de su cueva, de su pozo que ya no era más una prisión sino un refugio. Con un chirriar agudo oía abrirse una puerta, lo invadía una tenue luz amarillenta que apenas si permitía demostrarle que no había caído en un punto vacío del espacio. Alguien lo buscaba, sentía que alborotaban la oscuridad para dar con él. Oía maldecir entre dientes, rumiar insultos e imprecaciones en su contra. Pero no fue hasta que oyó de esos labios acechantes pronunciar su nombre, que comprendió quién era y dónde estaba. Ahora lograba dilucidar los motivos por los que deambulaban el guardia y el tigre, entendía la exactitud de sus impulsos animales que lo confinaban a ese estado inanimado. Al fin podía hermanarse con su cuerpo, huir del pozo y del extraño que lo perseguía. Ahora sí, se decía, ahora todo está claro. Cuando percibió el alejarse del intruso que jamás lo hallaría, esperó un breve lapso de tiempo y siguiendo el rastro de luz que ahora divisaba se escabulló decidido por entre las ropas colgadas en el ropero. Salió al cuarto, abrió la puerta y corrió por el pasillo simulando ser un atleta olímpico. Cruzó el jardín y oyendo a sus amigos gritar: “piedra por todos los compas, decí piedra por todos los compas”, apoyó la palma de la mano sobre el tronco del naranjo y repitió obediente la frase que los otros chicos le indicaban. Por detrás, asomándose con el rostro lleno de asombro venía corriendo la verdadera víctima de aquella escena. —¿Dónde te metiste? Te busqué por toda la casa. —Aaah, secreto. Esas cosas no se dicen.

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