domingo, 9 de mayo de 2010

DARSE CUENTA


DARSE CUENTA (Jorge Bucay)


Este cuento está inspirado en un poema de un monje tibetano, Rimpoche, y que reescribí según mi propia manera de decir, para mostrar una característica más de nosotros, los humanos.


Me levanto una mañana,
salgo de mi casa,
hay un pozo en la vereda,
no lo veo,
y me caigo en él.


Día siguiente...
salgo de mi casa,
me olvido que hay un pozo en la vereda,
y vuelvo a caer en él.


Tercer día,
salgo de mi casa tratando de acordarme
que hay un pozo en la vereda,
sin embargo
no lo recuerdo,
y caigo en él.


Cuarto día,
salgo de mi casa tratando de acordarme
del pozo en la vereda,
lo recuerdo,
y a pesar de eso,
no veo el pozo
y caigo en él.


Quinto día,
salgo de mi casa,
recuerdo que tengo que tener presente
el pozo en la vereda
y camino mirando el piso,
y lo veo
y a pesar de verlo,
caigo en él.


Sexto día,
salgo de mi casa,
recuerdo el pozo en la vereda,
voy buscándolo con la vista,
lo veo,
intento saltarlo,
pero caigo en él.


Séptimo día,
salgo de mi casa
veo el pozo,
tomo carrera,
salto,
rozo con la puntas de mis pies el borde del otro lado,
pero no es suficiente y caigo en él.


Octavo día,
salgo de mi casa,
veo el pozo,
tomo carrera,
salto,
llego al otro lado!
Me siento tan orgulloso de haberlo conseguido,
que festejo dando saltos de alegría...
y al hacerlo, caigo otra vez en el pozo.


Noveno día,
salgo de mi casa,
veo el pozo,
tomo carrera,
lo salto,
y sigo mi camino.


Décimo día,
me doy cuenta
recién hoy
que es más cómodo
caminar...
por la vereda de enfrente.

EL PÓZO


Creía estar en un pozo hondo con la oscuridad y la desolación que ello implica. Hasta pensaba que su nombre podía aparecer en los diarios del día siguiente o en las crónicas policiales de la televisión. Sin embargo, nada sabía de todo eso. Creerse un rehén no le provocaba ninguna gracia: el lugar donde estaba ofrecía la hospitalidad de un baño químico, como el que había visto en las ruinas de Quilmes cuando viajó con sus tías. Empezaba a tener miedo porque a nadie oía cerca, creía que el asunto era sólo con él. Esto lo hacía repensar la idea de que fuese un rehén porque jamás había visto en las películas a tan pocas víctimas de un acto delictivo semejante: siempre eran más de cinco por lo menos. El pozo, como había bautizado al claustro donde se hallaba, lo oprimía y lo asfixiaba, aumentando su angustia por no saber dónde estaba ni cómo había terminado en ese sitio. Trataba de recordar pero la oscuridad y la opresión que ejercía el pozo turbaban su memoria. El hartazgo de permanecer echado en el suelo lo llevaba a ensayar leves intentos por ponerse de pie; mas cuando quería moverse, algo dentro de sí lo obligaba a mantenerse estático, algo le indicaba que lo mejor era estarse quieto. Sabía, por un instinto animal que lo guiaba siempre, que era de día afuera y que en ese afuera alguien o algo rondaba como un guardia de prisión, alejando de su ser las ansias de libertad. Temía enormemente lo que podía encontrar si lograba salir: podía hallar un tigre enfurecido y hambriento por estar privado de alimento una semana entera, o podía ver el rostro de sus secuestradores y eso los haría irritarse y castigarlo sin piedad, o quizás sí había allí un guardiacárcel y su celda era la de castigo, y nunca descifraría la forma de escapar a esa lúgubre tribulación penitenciaria. Respiraba lo más hondo que podía y procuraba quitarse de encima esos pensamientos que sólo le aportaban más desesperación. Siguiendo después los procedimientos para concentrarse de un mentalista que había visto en la tele, cerraba los ojos, relajaba los músculos del cuerpo y pensaba con todas sus fuerzas cómo había llegado a la situación en que estaba: su mente, mimetizada con el pozo, sólo señalaba un enorme hoyo negro, como el monte de noche. Entonces empezaba a sentir de forma palpitante la fragilidad de sus huesos y su ánimo. Quería llorar y gritar buscando auxilio, pero no podía, sabía muy bien que no debía hacerlo. Maldecía su intuición perruna sin desobedecerla un instante. El suelo del pozo era como una gran roca plana, dura y fría. A las paredes que lo rodeaban, en cambio, no las creía tan sólidas y hasta las suponía de madera. Como no lograba ver en aquella profunda oscuridad y no se animaba a explorarla por temor a los ruidos que podía llegar a hacer y a traicionar sus fieles instintos, mantenía con firmeza de soldado la inmovilidad del cuerpo. Súbitamente, volvía a sentir pasos cerca suyo y se contraía como la antena de una babosa de caracol al más ínfimo contacto con un dedo humano. Se impartía el más solemne de los silencios y paralizando sus miembros con un poder mental riguroso, se convertía en una ameba, en un ente filosófico apto solamente para pensar. Los sonidos que escuchaba se alejaban y se acercaban abruptamente; lo que fuese que allí andaba parecía estar buscándolo con suma decisión. Entonces comprendía que no estaba preso ni cautivo, que era una especie de fugitivo por cuya cabeza ofrecían una importante recompensa, porque quien indagaba para descubrir su rastro lo hacía con una determinación obstinada, propia del que ha encontrado la isla donde se oculta un tesoro. Lentamente lo sentía arrimarse a los lindes de su cueva, de su pozo que ya no era más una prisión sino un refugio. Con un chirriar agudo oía abrirse una puerta, lo invadía una tenue luz amarillenta que apenas si permitía demostrarle que no había caído en un punto vacío del espacio. Alguien lo buscaba, sentía que alborotaban la oscuridad para dar con él. Oía maldecir entre dientes, rumiar insultos e imprecaciones en su contra. Pero no fue hasta que oyó de esos labios acechantes pronunciar su nombre, que comprendió quién era y dónde estaba. Ahora lograba dilucidar los motivos por los que deambulaban el guardia y el tigre, entendía la exactitud de sus impulsos animales que lo confinaban a ese estado inanimado. Al fin podía hermanarse con su cuerpo, huir del pozo y del extraño que lo perseguía. Ahora sí, se decía, ahora todo está claro. Cuando percibió el alejarse del intruso que jamás lo hallaría, esperó un breve lapso de tiempo y siguiendo el rastro de luz que ahora divisaba se escabulló decidido por entre las ropas colgadas en el ropero. Salió al cuarto, abrió la puerta y corrió por el pasillo simulando ser un atleta olímpico. Cruzó el jardín y oyendo a sus amigos gritar: “piedra por todos los compas, decí piedra por todos los compas”, apoyó la palma de la mano sobre el tronco del naranjo y repitió obediente la frase que los otros chicos le indicaban. Por detrás, asomándose con el rostro lleno de asombro venía corriendo la verdadera víctima de aquella escena. —¿Dónde te metiste? Te busqué por toda la casa. —Aaah, secreto. Esas cosas no se dicen.

LA PIEZA AUSENTE


Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenia 6 años.Hoy no hay nadie en esta ciudad-dicen-más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión. Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolas Fabbri, adiviné que prontó seria llamada a declarar.Fabri era el director del museo de rompecabezas.Tuve razón:a las doce de la noche la llamada de un policia me citó al amanecer en las puertas del museo. Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente, mientras decía su nombre en voz baja -Lainez- como si pronunciara una mala palabra.Le pregunte por la causa de la muerte: -veneno-dijo entre dientes. Me llevó hasta la sala central del museo, donde esta el rompecabazas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos.Mil veces habia visto ese rompecabazas y no dejaba de maravilarme.Era tan complicado que parecia siempre nuevo,como si,amedida que la ciudad cambiamba,manos secretas alteraran sus inumerables fragmentos.Noté que faltaba una pieza. Lainez buscó en su bolsillo.Sacó un pañuelo , un cortaplumas, dos dados,y al final apareció la pieza.-Aquí la tiene.Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas.Antes de morir arrancó esa pieza.Penzamos que quizo dejarnos una señal. Miré la pieza.En ela se dibuja el edificio de una biblioteca sobre una calle angosta.Se leía, en letras diminutas, Pasaje la Piedad. -Sabemos que Fabbri tenia enemigos-dijo Lainez-. Coleccionistas resentidos, como Santandrea,varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco con el que se peleó una vez. -Troyes-dije-.Lo recuerdo bien. -Tambien está montaldo, el vicedirector del museo, que queria ascender a toda costa. -¿Relaciona alguno de ellos con lesa pieza? -¿Ve la B mayúscula de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenia una buena coartada.Tambien combinamos las letras de la piedad bbuescando anagramas.Fué inútil.Por eso pensé en usted. Miré el tablero:muchas veces habia sentido vértigo ante lo munisioso de esa pasión, pero por primera vez setí el peso de horas inútiles. El gigantesco rompecabazas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Solo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura.Encontré(sin buscarla, ni interesarme) la solución. -Llega un momento, en que los coleccionistas ya no vemos las piezas.Jugamos , en realidad con huecos, con espacios vacios.No se preocupe por las inscripciones de la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco. Lainez niró el punto den la ciudad parceladda:leyó entonces la forma de una M Montaldo fué arrestado inmediatamente.Desde entonces, cada mes envia un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones.Siempre descubro,al terminar de armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.

sábado, 8 de mayo de 2010

EL ESPEJO DEL MANDARIN


Una de las historias más antiguas que se cuenta del sabio Feng ocurrió durante la época de la gran peste. Los campos estaban cubiertos de cadáveres insepultos, con la cara y las manos marcadas por las pequeñas llagas de la enfermedad. Esas marcar parecían ideogramas de una lengua desconocida; Pero, por más extrañas que fueran nadie ignoraba su significado. A falta de males, nació una rivalidad mortal entre Chou, el mandarín de Sur y Dang, el mandarín del norte. Dang había ofrecido una fortuna a quien se atreviera a matar a su enemigo. Chou temía por igual a la peste y a Dang. Por eso había renunciado a abandonar su enorme habitación. Para sentirse más seguro, hizo que le fabricaran una cerradura que solo podía abrirse desde el interior. Su Única diversión era ataviarse con sus mejores trajes y mirarse en un gran espejo. Pensaba que el lujo era una armadura que el lujo no podía atravesar. Una mañana, los sirvientes golpearon a su puerta pero Chou no le abrió. Cuando a la tarde derribaron la puerta, lo encontraron tendido en el suelo, con un tajo en la garganta, la cara hundida en un lago de sangre. A su lado, una daga de orto. Su médico, el doctor Tsau, Paso un paño embebido en vinagre de cereza por la cara del mandarín. Pero Chou no reaccionó: estaba tan muerto como los cuerpo que la peste acumulaba en los campo y que la nieve los empezaba a cubrir. No había duda de que el crimen era obra del mandarín Dang, pero faltaba saber quien de los habitantes del palacio había entrado en la sala para cortar la garganta de Chou. Intervino en el caso la policía imperial, que interrogo a los sirvientes, a los cocineros, a los jardineros y al médico sin conseguir ninguna respuesta. Fue entonces cuando llamaron al sabio Feng que Vivian en una cabaña alejada, y que nunca había entrado en un palacio. El doctor Tsau acompaño al sabio Feng a la habitación del mandarín y le mostró el gran espejo “los sirvientes, son fácil presa de la superstición. Como la puerta no se abría desde afuera creían que el asesino solo pudo entrar por el espejo. Han quitado todos los espejos del palacio para no morir ellos también”. El médico rió y los enviados de la policía imperial también rieron. Todos rieron menos Feng. Solo dijo:”un espejo también es una puerta”. Feng observó todo en la habitación, aun las sandalias del mandarín, los pliegues de las sábanas y las mariposas que habían muerto por acercarse a la lámpara. Luego fue a la sala destinada a los rezos, donde el cadáver esperaba el funeral. Allis pidió que lo dejaran solo con el cuerpo del mandarín, que permanecía sumergido en una cuba de aceite de cedro. A la mañana siguiente. Feng se encontró con el doctor Tsau y con los enviados de la policía imperial en la misma habitación donde se había cometido en crimen. Todos esperaban el nombre del asesino. “La peste es la culpable”, dijo el sabio Feng. “Extraña marca para la peste un tajo en la garganta”, dijo el doctor Tsau. Feng no hizo caso a la broma. Chou tomaba fuertes pócimas para dormir, que le daba su mismo médico, el honorable doctor Tsau. El asesino aprovecho su sueño para dibujar sobre la cara del mandarín las señales de la peste. En la piel del cadáver quedan todavía restos de tinta roja. Al despertar Chou supo leer en el espejo el doloroso fin que le esperaba, y del que su médico tantas veces le había hablado. Entonces se corto la garganta.”Hubo un crimen, y las armas fueron un pincel de pelo de mono, una gotas de tinta roja y un espejo”. “¿Y quien fue el que trazo esas marcas en su cara?”, preguntó uno de os enviados de la policía imperial. “El mismo que luego las borro con un pañuelo embebido en vinagre de cereza”, respondió el sabio Feng. El doctor Tsau no se defendió y con su silencio aceptaba las palabras de Feng. Antes de que se lo llevaran, dijo en un susurro: “El mandarín Dang me prometió abundantes tierras y un cargamento de seda. Ahora obtendré una soga de ceda y un hoyo en la tierra”. Afuera la nieve borraba con paciencia las marcas de la peste, y ponto todo estuvo blanco.
Autor: Maria Belén Lopes

LiBRo ReCoMeNDaDo

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CAIN DE SARAMAGO